Me “crié” literariamente entre finales de los 80 y los 90. Yo soy de esos que, sinceramente, se emocionó leyendo ‘Lo peor de todo’ de Ray Loriga. Era una novela que hablaba de mi y de cómo me sentía o, al menos, así lo percibí con 17 años. Me pasó con ‘El Guardián entre el centeno’ de Salinger, ‘El camino’, de Delibes y con ‘Al este del edén’, de Steinbeck.
Pese a que me he pasado una buena parte de mi vida analizando estructuras narrativas e intento, en la medida de lo posible, ser lo más ajustado posible en mis veredictos sobre lo que es bueno o malo a un método de investigación y separar el dato de la sensación lo cierto es que en la literatura es algo complicado. Es verdad que hay obras malas y obras buenas. No nos engañemos. Hay cosas que, formalmente, son intragables y que se abusa del tropo, de la repetición. Forma parte de una tradición, del formalismo. La literatura y el cine son invención y falsedad. Decía un profesor, Manuel Cabada, que la literatura era un pollo de plástico que, como todos los pollos de plástico, es una imitación de un pollo real. Hay pollos de plástico que parecen pollos y hay pollos de plástico que no parecen pollos. De este segundo grupo hay algunos feos y mal hechos pero que, por alguna cuestión, nos llaman la atención, nos hacen gracia o, directamente, nos enamoramos de ellos.
Es decir: por un lado va la capacidad técnica del autor por hacer algo bueno y, por otro, la percepción del lector sobre lo que es bueno o malo. Muchas veces ambos parámetros trabajan por separado. Es obvio: lo bueno, a veces no se impone y no gusta. Es innegable que Proust es mejor escritor que, por ejemplo, Danielle Steele. Las ventas dicen lo contrario. Por poner otro ejemplo chusco: Pese a lo mucho que me gustan las hamburguesas de Ronald McDonald y que sus restaurantes son de los más exitosos del planeta lo cierto es que Arzak está bastante mejor. Siguiendo con el simil: no todo el mundo puede permitirse disfrutar de Arzak. Incluso pudiéndolo pagar es posible que vayas a Arzak y sigas prefiriendo comer en McDonald´s. En esto influye el gusto que, culinario o literario, se forja a base de formación y de información pero, también, de algo mucho más íntimo llamado experiencias. Un dato: el dueño de McDonald´s peleó a brazo partido con Walt Disney para que le permitiera poner uno de sus restaurantes dentro del Parque Disneyworld porque había leído un informe de un psicólogo en el que contaba que la mejor manera de aumentar las ventas era haciendo que su comida estuviera unida con una experiencia emocional positiva. Si los niños que iban a ver al Tío Walt comían una hamburguesa no podrían dejar de comer hamburguesas durante toda su vida.
Con la literatura es un poco igual: hay cosas que nos llevan a consumir un determinado tipo de libros y un determinado tipo de películas. Nuestro gusto solo se ve alterado por la acumulación de experiencias literarias y vitales. Desechamos a “los imitadores de…” (en mi caso soy fan de King y, a duras penas, me cuesta aceptar a Dean R. Koontz, por ejemplo) y unos libros que nos parecían buenos en un momento determinado resultan por hartarnos porque leemos cosas mejores o, como no, nos pasan cosas en nuestra vida diaria que nos hacen que ya no compartamos el punto de vista del autor y pasamos a otro. En cierto modo, la identificación de una obra universal –una lista corta aunque la publicidad se empeñe en ampliarla todos los años- tiene que ver con el hecho de que es, prácticamente, inmutable. Su mensaje sigue vivo a través de los años, a través de las modas, a través de diferentes generaciones de lectores…siempre tienen importancia, siempre parecen cobrar un sentido nuevo.
Los años dirán si la obra de Mark Leyner es una obra inmortal pero, sin duda, cumple el estándar de obra experimental unida fuertemente con su tiempo. Los temas de Leyner, los de la cultura popular, parecen fugaces y su estilo parece más en la línea de lo que nos es tecnológicamente e ideológicamente contemporáneo: el lenguaje de las nuevas tecnologías, de la televisión basura, de las cosas aparentemente despreciables que, de algún modo, tendrían que servirnos para alimentarnos culturalmente de forma fugaz pero con mucho empacho. Leyner lo maneja todo bastante bien. ‘Mi primo, mi gastroenterólogo’ (editada por la editorial Pálido Fuego) es parte de la revolución “minimal” avanzada por Chuck Palahniuk y que él mismo experimentó abiertamente en ‘Rant’, por ejemplo. Palahniuk puede leerse como una versión estilizada de Bret Easton Ellis y administra el terror a través de la sugerencia, de la economía del adjetivo, de proponer el pánico, de no definirlo del todo. Ellis es mucho más formal y descriptivo: de ahí que nos diera información de Patrick Bateman, el protagonista de ‘American Psycho’, a través de la descripción que este hacía de sus gustos cutres durante algunos largos –y prescindibles- capítulos.
Leyner va mucho más allá y describe el caos con puñetazos cortos, con fragmentos de imágenes cargadas de elementos sugestivos que apelan al cubo de los desperdicios que todos tenemos en la cabeza en un ejercicio literario parecido al zapping televisivo. Las imágenes se suceden las unas a las otras sin que parezca que tienen mucha conexión entre ellas hasta el punto en el que nadie se pone de acuerdo en afirmar taxativamente si “Mi primo, mi gastroenterólogo” es un volumen corto de relatos o una novela corta.
Les invito a leer ‘E Unibus Pluram”, el artículo de David Foster Wallace sobre Mark Leyner incluído en ‘Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer’ donde define bastante bien como trabaja con las sensaciones, como Leyner es un maestro de la mezcolanza de secuencias referenciales que apelan a nuestro yo consumidor, a nuestro yo pasivo de telespectadores y de internautas. Solo tienen que sentarse y disfrutar.
Fuera de la invitación reflexiva de la literatura americana de la década de los años 50, a la contestataria de los 60 y a la “no ficción” de los 70, incluso, contraviniendo el compromiso de la nueva literatura americana encabezada por Dave Eggers o Foster Wallace con la realidad o, al menos, con mostrar una visión terrorífica de la realidad como un laberinto de contradicciones y chaladuras cotidianas (¿De donde creen que beben ‘Breaking Bad’ o ‘Mad Men’) que nos convierten en unos seres extrañados de la vida cotidiana y cotidianamente perplejos Leyner apuesta, directamente, por provocarnos un estallido neuronal parecido al que nos ofrecían clásicos como Philip K. Dick o Kurt Vonnegut. Si el cyberpunk de William Gibson era una puerta abierta a un futuro tecnológico que observábamos con distancia Leyner ya nos avisa de que el futuro preapoapocalíptico del cyberpunk ya es algo cotidiano. Un enorme “¿Y ahora, qué?”.
Pese a todo Leyner no puede ser considerado tampoco un escritor de ciencia ficción o absolutamente de género. Un poco lo que ocurre con Michael Chabon que sí se ha alimentado del género y de la cultura popular (Como en la novela distopica ‘El Sindicato de la policía Yiddish’) al estilo y la forma en la que lo hiciera Houellebeq en ‘La posibilidad de una isla’ o, más allá de las premisas de la ciencia ficción, jugando con la política ficción en esa oda al pensamiento más paleto y asustadizo que es ‘Sumisión’. Leyner no necesita ni siquiera eso porque su premisa no es tan elemental como la del francés, ni tan abiertamente reflexiva y entretenida como la de Chabon. Leyner nos muestra el camino a un viaje completamente experimental donde debemos aparcar el formalismo y, definitivamente, dejarnos llevar y captar por la potencia de las imágenes. En ‘Mi primo, mi gastroenterólogo’ prima la experiencia visual y emocional sobre la literaria o, si lo quieren, la literatura es solamente un instrumento para transmitir sensaciones a las que el lector tiene que dotar de significado.
Sobre la calidad de Leyner y sobre la importancia que tendrá Leyner en el futuro no puedo aventurar nada porque juega hábilmente con los parámetros de una obra que bien podría ser un homenaje al “bluff”, una experiencia completamente vacía, tan carente de significado que sería difícil adaptarla a otro formato. Podríamos caer en la tentación de pensar en Leyner como en un literato que, en realidad, dibuja viñetas inconexas o en un literato que pinta cuadros con palabras. Caigamos en esa tentación. Es una obra arriesgada, es una obra contemporánea, es visual y, sobre todo, experimental y ya sabemos todos que pasa con los experimentos y con lo que es terriblemente nuevo: a veces no puede gustar hasta pasados los años y suele ser mala señal que emocione de pronto, que se convierta en un tremendo ‘hype’ que luego quede en nada. A lo mejor, cabe la posibilidad, que estos sean los pasos que dará la literatura antes de fundirse baja la avalancha de narración audiovisual en la que el espectador/lector no puede aguantar más de diez o doce minutos de atención sobre algo. A lo mejor ‘mi primo, mi gastroenterólogo’ es una señal que nos avisa de que es necesario condensar historias en menos de dos páginas para ser leídos o vistos. Por si acaso, den una oportunidad a este libro, no se vayan a quedar fuera de la movida. Recuerden: olviden temporalmente los mecanismos sentimentales con los que se emocionaron cuando eran adolescentes, olviden temporalmente las estructuras tradicionales pero, recuerden, la literatura es un pollo de plástico. Un pollo de plástico que, a veces, no se parece a un pollo pero que, por alguna absurda razón, nos encanta pese a que solo parece una pobre imitación de un pollo.