Escribía hace unos días Diego A. Manrique en El País sobre un incidente ocurrido en La Universidad de Guelph (Ontario, Canadá) en el que una asociación estudiantil – Central Student Association- retiró y pidió disculpas en un comunicado por haber incluido ‘Take a walk in the wild side’ de Lou Reed en la lista de canciones elegidas para un acto público. En la nota los representantes de los estudiantes decían que la canción de Reed era tránsfoba y que usar el adjetivo ‘salvaje’ no hacía otra cosa que deshumanizar y convertir en un fetiche sexual a los transexuales.
‘Take a walk in the wild side’ es la canción más famosa de uno de los discos más famosos de Lou Reed, ‘Transformer‘, y está considerado una de las joyas universales de la música popular. Se publicó en 1972 y se abre con la potente ‘Vicious’. Incluye otras maravillas como ‘Satellite of love’, ‘Perfect day’ o ‘New York Telephone Conversation’. Entre otras.
Lo que me resulta extraño de toda la bronca, en realidad muy pequeña, es que algo escrito hace 45 años produzca molestias. No es el primer caso de ‘revisionismo’ cultural al que asistimos y no es la primera vez que una de estas payasadas es aplaudida por un grupo de gente tan desinformada como aquella que se dedica a destruir el patrimonio histórico en Oriente Medio en nombre de Alá.
Los métodos son diferentes pero el cometido es el mismo: uno intenta hacer desaparecer físicamente el arte antiguo y otro procura hundir en el descrédito a una pieza artística porque ya no encaja en nuestra sensibilidad y que desaparezca o que se convierta en proscrita.
Es importante que tengamos en cuenta el contexto en el que se crea y se difunde una obra concreta. También en que hay una diferencia entre quitar la estatua de un dictador o de un general confederado (algo que está levantando ampollas en los Estados Unidos) y pedir que se retire una exposición donde se ven fotografías de desnudos con la excusa de que hay gente que se puede sentir ofendida. Esto es importante, el nuevo puritano siempre hace las cosas por los demás y siempre anuncia que su labor es puramente preventiva y que solo pretende eliminar la posibilidad de que alguien pueda sentirse ofendido. No es que nadie vaya a hacerlo pero, por si acaso, es mejor evitarnos el mal trago.
En mi cabeza no estaba la posibilidad de vivir en un mundo en el que la figura de Lou Reed fuera desconocida o tratada como “incómoda” o “insultante”. Mucho menos en el ámbito universitario. Lo más preocupante es que Reed, que ya retiró el verso ‘And the colored girls go’ (’…y las chicas de color cantan…’) por entender que ‘colored’ era un término despectivo sea ahora desterrado de una universidad acusado de ‘tránsfobo’. Hay que agradecerle a Internet muchas cosas pero, en su debe, siempre estará su capacidad para haber convertido en prescindible todo el flujo cultural anterior a su popularización. ¿Le estás echando la culpa a Internet? En cierto modo, no me interpreten mal. El medio es el que es y transmite a la velocidad que transmite. El canal de comunicación es amplio, el flujo de información que transmite es de una anchura infinita y, por tanto, ha cambiado nuestros hábitos de consumo en lo que a cultura se refiere. Estamos en una etapa de asimilación y de intento de gestión de todo eso. Implanta con rapidez lo que es popular, lo que se digiere más rápido y tiene más dificultades con lo que resulta más sutil y es menos conocido. En menos de 25 años nos encontramos con que grandes tótems de la cultura, apenas discutidos, son ya menos importantes porque el flujo de información es más amplio y porque Internet es mejor medio para hablar de lo contemporáneo que de lo histórico.
Además las redes sociales han establecido una especie de tribunales populares de justicia rápida donde los veredictos se toman a toda velocidad y con una ausencia absoluta de reflexión. Maoísmo digital. No se lo tomen por el lado político. No lo hay. Me refiero a lo que Jaron Lanier recoge en su ‘polémico’ (poco polémico en realidad, más bien realista) artículo para ‘The Edge’ titulado: ‘Maoísmo digital’ y que versa sobre los peligros de concentrar el poder en un falso colectivismo –entre otras cosas-. En RRSS todo el mundo se siente víctima de algo. Todo el mundo necesita que se le recompense de algún modo algún oprobio que siente puntualmente o a diario. Todo el mundo necesita que alguien se calle en un momento determinado para que pueda escucharse su voz. Todo el mundo necesita algo de atención. Todo el mundo tiene algún dolor (grande o pequeño, real o imaginario) que quiere mitigar acudiendo al grupo, aludiendo a los conocidos y esperando la conmiseración de los extraños. Algunos, incluso, escriben libros sobre el mal trago que supone usar redes sociales. Una forma como otra cualquiera de llamar al victimismo y pedir el socorro de los otros.
Los usos de las redes sociales han alterado, igual que han alterado nuestro concepto de ‘intimidad’ o ‘información’, nuestra forma de protestar y hacia donde dirigimos nuestra protesta. Hemos acortado los tiempos para reflexionar sobre algo y de tomar decisiones. Se nos exige que decidamos rápido, a ser posible arrastrados por la opinión del colectivo y que nos unamos a la protesta sin pensar dos veces las consecuencias de nuestros actos. No me cabe duda de que un debate de diez minutos, como máximo, sobre ‘Take a walk in the wild side’ hubiera arrojado una decisión tan drástica como censurarla. Diez minutos, dos clicks, recoger algo de información sobre la biografía de Lou Reed y sobre su trayectoria artística serían suficientes para no tomar una decisión tan estúpida.
La relectura de la cultura popular, la necesidad de saber si las cosas valen o no valen, está pariendo monstruítos. ¿Imaginan que alguien decide que la obra de Goya es insultante para los franceses, para los monárquicos o que da una imagen negativa de España y decide retirarla? ¿No habrá quién leyendo a Miguel Hernández sienta que está siendo aleccionado? ¿Qué les parece si prohibimos las imágenes de Ava Gardner? ¿Y la pornografía? ¿No estábamos en contra de la idea de que los cómics criaban a lectores en la psicopatía?
Censurar basándonos en que estamos haciendo un bien educativo es una idea que va cobrando fuerza y que se ha trasladado desde el conservadurismo a posiciones ideológicas que parecían estar en los antípodas morales. Intentamos protegernos de todo aquello que nos resulte incómodo, borrarlo, recortarlo, intentar traducirlo a nuestro vocabulario actual sin tener en cuenta cuando se escribió o la importancia de la obra. Da igual. Si no nos gusta puede ser suprimido. No solo como una opción personal (puedes leer o ver o escuchar lo que te plazca) también como algo trasladable a los demás. Total: tenemos razón y el resto no la tiene. Nosotros protegemos a la gente. El resto solo quiere dañarla.
Del mismo modo que es nuestra responsabilidad elegir donde nos informamos, donde rezamos, si rezamos, etc. también es nuestra responsabilidad ahora dividir entre lo que es una protesta legítima –y sobre todo que vaya a alguna parte- y lo que es impulsado por gente sin capacidad intelectual para colocar a Lou Reed (o a Shakespeare, The Rolling Stones, James Brown, Javier Krahe…) en el mapa de la cultura que, sin embargo, se ha dado la autoridad a sí misma para imponer una línea de pensamiento basada, principalmente, en la típica mezcla de ignorancia e histerismo que impulsó los juicios por brujería o el Código Heys. Reaccionar como si estuviéramos indefensos ante la agresión que nos provoca una pieza cultural cualquiera, sin entender que puedes optar, personalmente, por no consumirla (¡Magia! ¡Si no lo miras, desaparece!) como primera línea de defensa, no sentarnos a pensar si la polémica es falsa o es real, si está lanzada por una voz autorizada solamente por una fuerte presencia en RRSS (donde, como afirmaba Lanier, es más fácil disipar nuestra propia culpa en la colectividad), entender que, a lo mejor estamos equivocados y que no todo puede gustar a todo el mundo todo el tiempo nos convierte en más pequeños, nos provoca como individuos una enorme sensación de indefensión –en el sentido en que ya se nos advierte que pensar en contra va a traernos problemas- y nos reduce a pobres puritanos en terreno inexplorado preguntándose si no será la vecina de al lado la que ha provocado la putrefacción de nuestra cosecha. Por pura ignorancia. Es posible que los conservadores de siempre estén contentos sabiendo que ahora les estamos dando la razón.