Durante muchos años pensé que Bud Spencer y Terence Hill eran norteamericanos. También que las películas que hacían tenían esa nacionalidad. Ni idea de que, en realidad, eran Carlo Pedersoli y Mario Girotti. Ni idea de que el gordo con barba era napolitano y que el guaperas era de Venecia.
Todo formaba parte de una operación comercial bastante chusca. O no, según se mire. Tiene una explicación: Un avispado productor de Hollywood, que en realidad se llamaba Samuel Bhronstein y había nacido en Besarabia (Moldavia) para emigrar con toda su familia a USA donde se “americanizó” el apellido por Bronston (los judíos, por aquel entonces, tenían restringido el paso, incluso a algunos establecimientos públicos), llegó a España a finales de los años 50 para firmar la coproducción de una película, ‘El capitán Jones‘ (John Farrow, 1959). Ya en nuestro país quedó impresionado por la cantidad de localizaciones naturales que ofrecía el paisaje pero, sobre todo, con que los técnicos españoles no estuvieran sindicados y que las rígidas leyes laborales de Hollywood no tuvieran validez en nuestro país. Además el régimen parecía encantado con colaborar con una productora norteamericana, aunque fuera tan pequeña como la de Bronston, y le ponía todas las facilidades a su alcance. Por ponerles un ejemplo: Los extras vestidos de legionarios romanos de la película ‘La caída del Imperio Romano’ (Anthony Mann, 1964) fueron cedidos amablemente por el Ministerio del Ejército de Tierra. Eran reclutas que estaban cumpliendo con el Servicio Militar Obligatorio. A coste cero pues el Ejército se encargó del traslado de las tropas y de su manutención durante los días de rodaje así como de la instalación de tiendas y cocinas de campaña. Por si fuera poco Bronston se asoció con la Familia Dupont que, necesitada de liberar capital de su empresa de productos químicos, encontró en España un paraíso donde no existía apenas legislación fiscal. Es por eso que ‘Bienvenido Mr. Marshall’ (Luis García Berlanga, 1953) fue una película incómoda en su momento –el régimen quería apertura y divisas y no quería importunar a sus nuevos aliados- y después bastante profética.
Bronston mostró el modelo norteamericano a Europa. Productores italianos y españoles tomaron nota y primero en coproducciones y luego por libre, comenzaron a hacer películas de género: los “péplums” (películas de romanos hechas en Italia), el spaghetti western o el “chorizo” western comenzaron a hacerse un hueco y floreció una producción de películas que decaería definitivamente a finales de los 70 pero que nos dejó grandes títulos y grandes profesionales. También una certeza: los productores norteamericanos solían recomendar a los actores italianos y españoles que se cambiaran el nombre para no llamar la atención en los créditos. A partir de aquella costumbre muchos productores autóctonos se dieron cuenta de que las películas de vaqueros vendían más y se distribuían mejor en el extranjero si se jugaba un poco al despiste y la película pasaba por norteamericana. El mismo truco que usan los productores alemanes de series de TV como ‘Rex: un perro diferente’ y todas esas películas de sobremesa de bajo presupuesto.
Bud Spencer formó parte de aquella revolución del cine de entretenimiento. Cuando todavía se llamaba Carlo Pedersoli, entre las décadas de los 40 y los 50, emigró a Argentina y a Uruguay donde aprendió inglés y español. Tras su periplo por América Latina volvió a Italia donde se convirtió en nadador. Un nadador de físico imponente que batió records nacionales y participó en dos olimpiadas. Nunca había querido ser actor. De hecho había participado, por lo de sacarse unas perrillas, como extra en películas como ‘Quo Vadis’ (Melvin Leroy y Anthony Mann, 1951) o ‘Adiós a las armas’ (Charles Vidor y John Huston, 1957) pero aquello no le hacía tilín. Le reclamaron muchas veces porque era altísimo y bien parecido pero él prefería mantenerse alejado del mundillo cinematográfico. Carlo/Bud siempre fue un hombre muy conservador y con tendencia a tomarse las cosas con filosofía. En 1960 se casa con María Amato, el gran amor de su vida, que era hija del productor Guiseppe Amato. Es su suegro el que le insiste en que se haga actor y le saque partido a su físico. Se estrena con ‘Dios perdona…¡Yo no!‘ en 1967 (Forma parte de una trilogía) y con un papel protagonista. Su partenaire tendría que haber sido Peter Martell (italiano, bautizado como Pietro Martellanza) pero sufre una lesión y es Terence Hill el que lo sustituye comenzando una colaboración de dieciséis títulos y una amistad que ha durado hasta el fallecimiento de Pedersoli. Se puede decir que Guiseppe Collizzi, el director de la película, inaugura un nuevo género: algo a medio camino entre el western y la comedia. No se trata tanto del tono sardónico de Sergio Leone si no de hacer comedias ambientadas en el Oeste. El éxito es tan rápido que en los años siguientes filma (con Hill o sin él) doce películas de este género entre la que destaca sobre todas ‘Le llamaban Trinidad‘ (Enzo Barboni, 1970) y su secuela ‘Le seguían llamando Trinidad‘ (Enzo Barboni, 1972).
Aunque ha rodado películas dramáticas como ‘Al límite‘ (Eduardo Campoy, 1997) o ‘Cuatro moscas sobre gris‘ (Dario Argento, 1971) siempre se sintió cómodo en papeles cómicos. Es ahí donde Bud se hizo un hueco en nuestros corazones abriéndose paso a mamporros. Pocos actores pueden decir que han hecho una carrera a base de vapulear a sus compañeros de escena excepto Bud Spencer y Terence Hill que las han repartido de todos los colores. La bofetada a mano abierta y el puñetazo cogotero rodado a cámara rápida han llenado la infancia y la adolescencia de italianos y españoles. No es mala cosa pasar así a la posteridad. Si hubiera un Oscar para las bofetadas tendrían, por narices, que haberle dado todos los años uno a Bud Spencer.
Una carrera de 79 papeles en cine y en TV –la mayoría protagonistas- desarrollados en una industria precaria que hacía películas de bajo presupuesto a un ritmo endemoniado. Bud tuvo tiempo de regalarnos a un personaje propio, el inspector Rizzo “Zapatones” (“Piedone”, en italiano) que inaugura un género llamado en Italia “Poliziotesco”, una parodia de las películas de policías y ladrones. Un resumen del personaje en el que estuvo encasillado casi siempre (barbudo, algo hosco, repartidor de leches, tacaño y con carrete…eso era lo mejor, ver como Bud se iba encendiendo sin perder la calma, como se iba preparando para la batalla, aquello era todo un climax que te hace aplaudir con regocijo). No le importó porque, hasta el día de su muerte, nunca se sintió demasiado actor. Ni siquiera actor a medias. Siempre dijo que le faltaba formación y que cedía el privilegio de actuar a su compañero Terence Hill que sí, efectivamente, había estudiado arte dramático. No se le conocen a la pareja cómica discusiones públicas o privadas. Una cosa rara en el mundo del espectáculo y, mucho más, en el mundo de las duplas de la risa. Ni siquiera cuando sabemos que Terence Hill es un izquierdista comprometido y Bud Spencer siempre fue un católico y conservador hasta el punto de ser candidato del partido de Berlusconi, Forza Italia.
Con la muerte de Bud Spencer se muere una forma de entender el cine que, en la actualidad, no se prodiga. Recordemos que, casi siempre, hizo un cine juvenil basado en el mamporro, en la violencia física que actualmente no está recomendado para el público de entonces. Un cine divertido porque sí, sin muchas pretensiones aparentes, que creó un raro híbrido de película familiar donde la violencia era parte del entretenimiento pero no se ofrecía ni un solo desnudo lo que diferenciaba a sus películas del cine que se hizo en Italia entre los 70 y los 80. Cine un poco tontorrón, claro, que siempre pareció entrañable por barato, por algo cutre, por su falta de interés en transmitir mensajes grandilocuentes. Bud (con Terence o sin él) fue el rey de las sesiones infantiles de los cines y el emperador indiscutible de las películas del videoclub. Tan intemporales resultaban, o tan tontos éramos, que daba igual que hubieran sido rodadas diez años antes porque te las tragabas igual y pensabas que aquellas películas eran americanas.
Bud Spencer ha muerto a los 87 años de edad. El italiano que homenajeaba en su nombre artístico a Spencer Tracy y a la cerveza Budweiser ha fallecido y nos ha dejado un poco encogido el corazón. Se deja un saco de hostias sin dar ahora que parece que se necesita más que nunca. Una de esas hostias dadas sin maldad. Una hostia de esas que se dan los especialistas de cine y que no hacen daño. ¿Quién no ha soñado con que Bud Spencer le enseñaba a dar uno de aquellos bofetones a dos manos que dejaban al adversario turulato? Se ha ido un icono, un actor que no quería ser actor. Algo que parece tan contradictorio como provocar carcajadas dando palizas ejemplarizantes.
Grazie mile, Carlo. Grazie per tutti, per tanti. Buon viaggio, Inspector Piedone!.