Ilustración: Guacimara Vargas
Es imposible separar la imagen pública de Rita Barberá de la imagen de Valencia que, en los años del triunfalismo y el ladrillo, quisieron sus dirigentes que proyectara. El empeño, en todos esos años, pasó de la simple y llana modernización de la oferta turística (que pasaba por un plan de abandono sistemático de las comarcas interiores de las tres provincias de la comunidad autónoma en favor de todo lo que fuera costa derivando hacia allí todo lo que fuera feo o molesto) a una especie de ensoñación imperialista movida por la voluntad de convertir a la Capital del Turia también en la Capital del Mediterráneo y, de ahí, dar el salto al título de capital del Mundo Libre.
Rita Barberá fue excesiva como Valencia fue excesiva durante su mandato. Un camino del exceso gradual que comenzó hace casi 25 años cuando se vio obligada a pactar con Unió Valenciana para convertirse en alcaldesa frente a la mayoría simple de Clementina Ródenas del Partido Socialista (PSPV). De aquellos años Rita aprendió mucho de sus aliados, sobre todo de Vicente González Lizondo que se convirtió en su segundo de a bordo en el Ayuntamiento. Lizondo, fundador de Unió, ya había tenido la voluntad de convertir a su partido en el partido de la gente valenciana. Y cuando hablamos de ‘gente’ no hablamo de ‘toda la gente’ sino, más bien, de la gente que interesaba. Es decir: buenas familias valencianas de toda la vida que mantenían el tejido empresarial y que tenían mucho ascendente sobre la otra gente, los valencianos de a pie. El objetivo: mantener la hegemonía y el dinero valenciano en Valencia para ganar el poder local y negociar directamente con el Gobierno que estuviera sentado en Madrid.
Esta y no otra fue la transformación de Rita Barberá que transmitió, desde entonces, valencianidad por todos los poros hasta el punto de convertirse en el referente de esta. La identificación llegó a tal extremo que se mantuvo 24 años en el poder dando una sensación de suficiencia en cada elección que permitió que los grandes partidos abandonaran toda esperanza de ganarle alguna vez a algo.
Unió fue convenientemente troceada y el PP de Valencia absorbió esa filosofía de identificarse también con ‘lo valenciano’ hasta el punto de que no ha vuelto a perder unas elecciones hasta hace muy pocas fechas. El PP en Valencia ha sabido funcionar como un partido regional con proyección nacional más que como la sede de un partido nacional. Ha absorbido todos los valores pochos que la burguesía (valenciana, catalana, madrileña, andaluza etc.) se confiere así misma. Los ha vendido bien y los ha trasladado a los votantes. ‘Lo nuestro’ frente a ‘lo de todos’ pero pareciendo que ‘lo nuestro’ era ‘lo de todos’. Rita Barberá era una grandísima representante de la burguesía valenciana a la que representaba, incluso, mucho mejor que Ricardo Costa o Francisco Camps.
Rita se apropió de todo: en el Ayuntamiento vivió durante un tiempo de los planes proyectados por los anteriores equipos de gobierno (las obras del Jardín del Turia, entre otras cosas) que vendió como propios y, en su propio partido, lució con tanta fuerza que aburrió a Zaplana, convirtió a Paco Camps en ese hombre que parecía que le llevaba el bolso y a Alberto Fabra en el hombre invisible. Y eso que, en teoría, todos la superaban en el escalafón. Pero su personalidad era demasiado grande y su liderazgo le andaba a la zaga.
Siempre se manejó con una lógica aplastante y propia: no entregar ni una micra de poder a nadie que ella pensara que no se lo merecía. En ese sentido, ni un paso atrás. Daba igual la valía de los colaboradores o su imagen pública. O estabas dentro del círculo de confianza o fuera.
Conexión con el electorado
Esa lealtad de los suyos la mantuvo en el poder más de lo que parecía creíble y esa misma lealtad la mantuvo alejada de los grandes casos de corrupción en los que se vio implicada sin que el viento la tocara ni una sola vez. Emarsa, Imelsa, Noós, Gürtel y, su match ball, que parecía ser la famosa Operación Taula, según todas las informaciones, parecía que en su caso también iba a quedarse en agua de borrajas hasta el punto que, unas comunicaciones filtradas hablaban de un magistrado recordando que había tratado a Rita Barberá con ‘guante blanco’.
Tal fue la comunión de Rita con su electorado que todo el mundo creía poder comunicarse con ella. Las señoras de bien, sentadas en las terrazas valencianas, hablaban de Rita con discreción y con un punto de admiración. Su vida privada, tan discreta, nunca fue del dominio público pero sí despertaba el interés de los valencianos. Al no filtrarse nada de sus actividades privadas, cosa que llevó siempre a rajatabla, estas mismas señoras interpretaban el vestuario de la alcaldesa como un oráculo, por el color de la vestimenta que llevaba: si rojo esto, si blanco aquello, si negro lo de más allá. Así creían saber estas seguidoras furibundas de la Barberá si la dirigente estaba triste, contenta o furiosa; si anunciaría un nuevo evento o la construcción de un nuevo edificio.
Rita Barberá nos transmitió poder omnímodo y flipe. Mucho flipe. El primer flipe que nos entregó Rita fue darle todo el poder a las Comisiones Falleras, multiplicar los presupuestos de las Fallas hasta lo poco recomendable, establecer desde ahí una base de votantes enorme y transversal. Como valencianísima Rita Barberá tenía unas Fallas en la cabeza que le entregó a la gente que también tenía esas Fallas en la cabeza. Fueron los tiempos de repetir mucho dos grandes dichos valencianos: “Els diners i el collons son per las ocasions” y “Ens diners, torrons”, es decir, ‘El dinero y los cojones son para las ocasiones’ y ‘Con dinero puedes hacer de todo”. Que la procedencia del dinero fuera sospechosa, que se estuviera gastando dinero que debería de ir a otras partidas etc. era lo de menos porque lo importante era ese flipe. Mantener a la gente en ese flipe.
Con esta base popular no hubo quien se le resistiera (tampoco es que la oposición haya estado realmente fina) y mucho más cuando manejó a su antojo a los medios demostrando que, para ella, no había ninguna diferencia entre lo público y lo privado. En general, una conceptualización muy de la derecha española que, también, se ha ido transmitiendo a dirigentes, votantes y simpatizantes.
Ese flipe la llevó a no cortarse jamás: Rita Barberá es, posiblemente, la política española que más y mejor ha demostrado que los actos oficiales son, en el fondo, una juerga si te lo sabes montar bien. Rita acudía a la Fórmula 1, la Copa América, el Open 250 de tenis o la inauguración de una exposición con la misma alegría con la que se dejaba ver en el Mercado de Valencia comprando los ingredientes de un “All i pebre”. Siempre alegre, siempre dicharachera, siempre sonriendo a todo el mundo como si fuera la vecina frescachona del barrio. Imposible fijarse en este problemilla con unos fondos o en el hecho de que las escuelas valencianas eran barracones o que moría gente en un accidente del Metro de Valencia cuando esta señora sonreía a todo el mundo y no tenía más que palabras de agradecimiento y loa para Valencia y los valencianos. Para todos los valencianos excepto, claro está, para los que vivían en El Cabanyal, barrio historico de Valencia que siempre se interpuso entre Rita Barberá y sus sueños de acabar en Valencia con todo lo excesivamente viejo o verdaderamente popular para poner a Valencia en el mapa.
La resaca electoral
Solo se la notó triste el día que Francisco Camps tuvo que acudir por primera vez a los tribunales valencianos a declarar. Muy triste. Contrita. Vestida de negro. A la misma hora, a una mente perversa se le había ocurrido convocar a todas las bandas municipales de Valencia a un maxiconcierto en los jardines del Turia para tocar, a la vez, el himno valenciano. Con sus acordes de fondo abrió el telediario de Canal 9 mientras que la locutora decía algo sobre el honor de pertenecer a aquella tierra y algo también sobre que ese día era el día en el que Valencia sorprendería, de nuevo, al mundo. ¿Ven? Poca gente maneja mejor los medios y, a la vez, los sentimientos del personal y, a la vez, parece tan de casa y tan de la nobleza a la vez.
Hablar de Valencia, hablar de Rita Barberá, en aquellos años es hablar de una especie de alucinación colectiva, una fiesta continua, un despiporre de dinero, de excesos, de edificios públicos que no valían para nada, de tomar decisiones un poco porque nos da la gana y porque, de algún modo, alguien nos ha dicho que todo esto funcionará como un tiro. En el fondo fueron todo demostraciones de fuerza tomadas sin orden ni concierto o fiándose de gente como Bernie Ecclestone (patrón de la F-1) famoso en España porque, en los años en los que se celebraba el Gran Premio de nuestro país en el Circuito del Jarama, fue descubierto mientras intentaba llevarse el dinero en efectivo de las taquillas sin contar con los organizadores.
En el fondo Rita conectó muy bien con esa clase media culigorda, deseosa de darse pisto, de acceder a todo aquello que el bolsillo no le permitía adquirir pero que podía alcanzar viviendo como sus dirigentes, de forma despreocupada, confiando en el crédito bancario porque, si eras valenciano (o catalán, o murciano, o extremeño), ¿qué podía pasarte?
Es imposible no pensar en Rita como en una madre, una madre al estilo de la Ripley de ‘Alien’ que ha criado monstruos en su regazo, la madre de dragones valenciana, la kaleshii de la burguesía, la imagen de eso de ser valencianote o valencianota. Esas cosas de las que se reía Rajoy Division, la banda musical que mejor reflejó el carácter loco de aquellos años: esos dirigentes diciéndole a la gente que gastara porque nunca se iba a acabar, que se abrían un Hotel de Cinco Estrellas en El Saler para ir a tomar martinis y que, como los jeques, se convirtieron en demasiado perezosos para salir de las fronteras valencianas a ver mundo y decidieron llevar el mundo a la puerta de su casa.
Rita Barberá fue, mejor que nadie, reflejo de esos años. De ese desfase absoluto, de esa mezcla de paletos y muchachos con carrera, de eso de intentar maridar la paella con los grandes estudios de marketing, de trasladar la macroeconomía a la gestión de la barraca.
En estas, durante 24 años, Rita Barberá ha sido la dirigente más visible de la tercera economía de nuestro país, de la tercera región que más dinero aporta al PIB y, con los años, todos tenemos la sensación de que ha sido gobernada por una gente con un discurso universal pero una manera de proceder francamente local. Cuando no bastante ignorante y demostrando casi siempre poco sentido común.
Desaparecida la bonanza valenciana es normal que Rita Barberá desapareciera con ella pero, hasta el día de su muerte, ha querido mantenerse en la vanguardia. Quizás por el miedo de pensar que si desaparecía de la vida pública sería más complicado defenderse. Aislada convenientemente por su partido, que le regaló un puesto con la intención de que se marchitara y se mantuviera entretenida mientras pasaba todo el asunto del pitufeo, Rita Barberá ha estado en sus últimos días más sola que nunca. Una imagen triste para una mujer que siempre parecía rodeada por gente que parecían unos pelanas a su lado. La tragedia de la gente que ha mandado mucho y, de pronto, no manda nada.
Un final de escalofrío
Pese a que supiéramos que representaba todo lo que estaba mal en nuestra política la imagen de esa mujer sin energía, arrastrando los pies hasta los actos oficiales provocaba cierto escalofrío. Mucho más cuando nos hemos enterado de que falleció junto a su hermana y que su última cena fueron una ración de tortilla de patatas y un whisky.
Un final de película para una vida de película, para la que, en plena fiebre del arrepentimiento de los suyos, se la considera ‘La alcaldesa de España‘ y se ha iniciado una absurda polémica sobre si fueron los medios y las redes sociales los que dieron la puntilla a la dirigente. Es posible que ella, que ganó todas las batallas en vida, gane también este debate ya fallecida y que, albricias, vuelva a ser declarada no responsable, exonerada de todo delito, de toda responsabilidad sobre los años en los que decidió que no podía ser alcaldesa de una ciudad, que tenía que poner todo al servicio de ser la alcaldesa de una metropoli universal. Es posible que, incluso ahora, todos sean culpables de todo menos Rita. Que ella solo fuera una quimera, un trampantojo, una imagen creada por el colectivo, una mera proyección de todo lo que estábamos haciendo mal.
O quizás no, quizás estábamos frente a una amenaza, frente al ordeno y mando, frente al miedo que provocó que los teatros de Valencia decidieran no programar al cómico Tonino Guitián y su obra de teatro ‘La Doña’ por miedo a las represalias, aquella farsa valleinclanesca en la que el actor interpretaba a una alcaldesa que llevaba en su cargo 216 años y celebraba todos los rasgos de valencianidad y que acabó siendo representada en un grupo reducido de ayuntamientos de la Comunidad pero no en la capital.
Rita Barberá nos ha dejado y pasará a la historia como un controvertido icono. Uno de sus seguidores -al hablar de Rita hay que hablar de seguidores más que de votantes, casi de creyentes- puso en la puerta de su domicilio una bandera de Valencia con la siguiente leyenda: “Gracias por convertir Valencia en universal”. Algo que ya no parece un fin realista, ni siquiera algo que ocurriera nunca pero que es una idea en forma de clavo ardiendo tan buena como otra para acallar el ruido interior que nos dice que, a lo mejor, las cosas no son como nos las han pintado y que el esfuerzo no valió la pena.