La primera vez que ví a Roberto C. Meyer por la calle pensé que era Carnaval. Enseguida caí en la cuenta de que en Pamplona no se celebra el Carnaval y que salvo en Nochevieja (sí, una locura de una ciudad muy particular), no se disfraza ni Dios. Roberto iba con unos pantalones de cuero negro, una blusa vaporosa negra, un abrigo de piel oscura hasta los tobillos, unas botas negras de cuero con la punta afilada y el pelo cardado tan largo y ostentoso que los primeros The Horrors se escandalizarían. Y maquillado como una puta, con una telaraña incluida pintada sobre una pómulo hasta el ojo. Serían las cinco de la tarde de un sábado. Hacía el calor suficiente como para no ir vestido de esa manera. Nos cruzamos en una acera pequeña de una calle triste como ninguna detrás del estadio Larrabide, en el barrio de La Milagrosa, cerca del colegio de los Jesuitas. Yo iba solo. Él también. No había opción a no rozarse. No había ni un alma. Ni opción a no quedarse petrificado con su presencia. Hubiera recordado al más gris de los humanos, pero aquello era como si un extraterrestre bajara a la Tierra. Caminaba con grandes zancadas, ocupando mucho sitio. Como un pistolero resucitado, miembro de Lords Of The New Church. Sería como 1990 o 1991. Yo tenía unos 18 años. Y jamás olvidaré el impacto que me causó un personaje así en aquella Pamplona, marcada todavía por la kale borroka. Me quedé hechizado.
Roberto C. Meyer falleció 26 años después, súbitamente, en la madrugada del 8 de julio de 2016 con 45 años de edad. Entre ambas fechas se convirtió en uno de mis mejores amigos con el que formé parte de las bandas The Glitter Souls y The Brillantina’s, apenas conocidas pero con un cancionero y estilo muy adelantados a su época. En todo este tiempo he sido incapaz de escribir nada sobre un amigo tan cercano. Por la tristeza y el pudor, quiero pensar y porque J’Aime Cristóbal, otro de mis grandes amigos, que forma parte de toda historia y fue el cerebro en la sombra de toda la trayectoria musical de Roberto, se encargó de narrar la vida y obra de Roberto en unos enciclopédicos programas en su podcast ‘Popcasting’. ¿Qué más podía añadir yo?
Un maravillosa obra de arte ha cambiado todo. J’aime, cómo no, está detrás de la reciente publicación de un doble LP, con una cuidadosísima y lujosa edición, del último gran proyecto de Roberto: Alpha 60. El álbum se titula ‘Shelter In The Dark’, contiene 20 canciones, 13 originales y 7 versiones, que condensan de manera póstuma el universo creativo y estético de una de las voces más extrañas, oscuras y desconocidas de nuestra música. Un disco mayúsculo que mezcla todas las obsesiones musicales de Roberto. Desde el rock retorcido de Rowland S. Howard y These Inmortal Souls y Crime & the City Solution, Nikki Sudden o Nick Cave; el country de Hank Williams; el estilo crooner de Lee Hazlewood o Serge Gainsbourg; el ruido infernal de Suicide o Einsturzende Neubaten, el reverbcore twangy de Link Wray y los Sadies; el esplendor de Pulp, Big Star o la Velvet Undergorund. Y, por supuesto, el glam a lo Johnny Thunders o Marc Bolan. Todas estas influencias, juntas y revueltas, caben en las canciones de Roberto, que se adelantó desde comienzos de los 90 a su tiempo: nadie tocaba alt-country, surf instrumental o canciones en la onda de Nick Cave y Blixa Bargeld.
Alpha 60 está formado por algunos de los mayores talentos musicales de Pamplona: J’aime Cristóbal (Souvenir, J’Aime) y Germán Carrascosa (Bananas, Germán Carrascosa y la Alegría del Barrio) a las guitarras, Jon Ulecia (Cantina Bizarro), al bajo, y Javier Eguíluz, a la batería. Junto a ellos Íñigo Pérez Artieda, detrás de los mandos de su estudio Lúnula y en los coros. Y al frente de todos, Roberto.
El álbum se completa con siete adaptaciones en clave country que sorprenden por su eclecticismo: ‘Underwear’, de Pulp; ‘Rubber Room’, de Porter Wagoner o ‘The Killing Moon’, de Echo and the Bunnymen. Un proyecto ideado por un grupo de amigos generosos que no querían que estas últimas grabaciones se quedaran en el olvido, bajo el nuevo sello El Nébula Recordings, creado para la ocasión por Pedro Marqués de la fabulosa sala (salita) de conciertos El Nébula. La nota de prensa que acompaña al lanzamiento no puede ser más certera con Roberto: “Son canciones hechas con el aplomo de alguien que con treinta y tantos ya no tiene que construirse el personaje al que uno aspira con veinte” o “Roberto C. Meyer fue realmente una figura única de la escena musical nacional, un compositor y personaje monumental que vivió en su propia burbuja sin apenas influir más allá de sus propios músicos en la escena de Pamplona; el underground del underground”.
Yo fui uno de esos músicos. O más bien quien tocaba la batería en las primeras formaciones de aquellas bandas. Volvamos a comienzos de los 90. Después de aquel encontronazo, conocí a Roberto una noche en el Donegal, el bar donde pasaban las cosas más excitantes en aquella época. Me lo presentó mi gran amigo y primer bajista de The Glitter Souls, Álvaro Martínez, que ya me había arrastrado años antes en su pasión por la música. Roberto acababa de regresar de Madrid donde trabajaba en la industria del rock y tenía una vida la mar de exótica. Nosotros lo más exótico que teníamos eran Los Bichos, una banda sin igual de la ciudad, cuyo líder Josetxo Ezponda, proyectaba un magnetismo superior incluso al de Roberto. Acababan de publicar su icónico LP de debut ‘Color Hits’ y nos voló la tapa de los sesos a toda una generación. Nos empujó a formar bandas, a no tener miedo a ser diferentes.
Roberto lo haría poco después. Justo había grabado unas pocas canciones él solo por su cuenta y nos alistó para su primer proyecto musical: William Blud & The Glitter Souls (enseguida nos quedamos con The Glitter Souls). Estoy convencido, pero nunca quise preguntárselo, que nos eligió por las pintas que llevábamos y porque debíamos ser de los pocos, o los únicos, que ya tocábamos en algunos grupos como Ritual de lo Habitual o Cerebral Circus, embrión de Los Ácidos. No había mucho donde elegir. No teníamos mucha idea de tocar.
Comenzamos a ensayar como posesos, mientras intentábamos aprender a tocar nuestros instrumentos. No teníamos mucho más que hacer. La información en aquellos días tenías que encontrarla por tu cuenta, no te llegaba como ahora, así que un personaje como Roberto era una fuente increíble de información e influencias. Un universo marcado por una infancia muy poco convencional y un entorno familiar desestructurado y caótico que, eso sí, le había dado una cultura vasta. Roberto veneraba todo aquello que respirar romanticismo, oscuridad y malditismo: de Jean Genet a Bauhaus; del primer Nick Cave a Billie Holiday; de Jeanette a Sigue Sigue Sputnik. Las malas compañías, vamos.
J’Aime llegó poco más tarde. Tocábamos juntos en Ritual de los Habitual, donde REM y Teenage Fanclub eran nuestras referencias. Se me ocurrió que era la persona perfecta para completar The Glitter Souls. J’Aime y Roberto congeniaron a la primera. Y vaya si congeniaron. Nunca más se separaron. Era mayo de 1993.
Enseguida comenzamos a grabar canciones. A lo loco. Roberto era así y a nosotros nos parecía lo más normal. La inconsciencia de la edad y la suerte de disponer de un estudio casero, que Luis Ustarroz, el alma de la histórica Radio Paraíso, una de las primeras radios piratas de España (que por cierto, estaba a menos de 20 metros de una comisaría de Policía), nos ofreció por su amistad con William, el padre de Roberto, locutor estrella de Los 40 Principales de la ciudad. Grabamos del tirón 14 canciones, originales de Roberto y versiones de cantantes femeninas bajo el nombre de ‘The Other Woman’. Nunca se llegaron a publicar, pero en el programa especial de Popcasting se pueden escuchar unas cuantas.
Recuerdo que hacíamos cosas como ir a solares a buscar material de construcción abandonado tratando de encontrar objetos con los que hacer las percusiones al estilo de Einstürzende Neubauten: colchones de muelles, barras de hierro, … Los llevábamos al estudio en autobuses urbanos ante las miradas estupefactas del personal. Como Roberto daba bastante miedo en general nadie tosía, pero las miradas lo decían todo. Nada podía superar aquello.
Los directos eran igual de salvajes. Roberto no se cortaba un pelo. Incluso para nosotros iba más allá de lo soportable. Buscaba la confrontación con el público, que llenaba los shows en busca de emociones fuertes. Todo el mundo conocía a Roberto en la ciudad. Llamaba tanto la atención. Los sentimientos eran muy extremos. No sabíamos tocar, no sabíamos con qué iba a salir Roberto. La tensión era en ocasiones insoportable arriba y abajo del escenario. Pero la sensación de estar creando algo artístico junto a algunos momentos de esplendor hacían que todo mereciera la pena.
Pronto fuimos a actuar a Bilbao. En 1995, no sé cómo se había corrido la voz, pero tocamos en varias ocasiones, incluso un concierto sin igual un viernes por la mañana en el Paraninfo de la Universidad de Deusto en una fiesta de la facultad de Filosofía. Fue una barrabasada. Roberto en aquellas ocasiones era aún más salvaje y provocador. No dejábamos indiferente a nadie. O nos odiaban o nos adoraban. Entre los últimos estaban, Garikoitz, de Ornamento y Delito, la gente de Atom Rhumba, Iñaki Hany Panky y los periodistas Pablo Cabeza, de Radio Euskadi, o Fernando Gegúndez y Eduardo Ranedo, del Ruta 66. Bilbao en los 90 era una ciudad en ebullición con El Inquilino Comunista y todo el Getxo Sound. Fue clave para nuestra autoconfianza.
Tocamos mucho en Pamplona, pero poco más. Álvaro había dejado la banda y Andrés, bajista de Ritual, ocupo su puesto. En aquella época pre Internet las cosas eran difíciles para una banda underground de provincias. A Ritual de los Habitual nos iban mejor las cosas porque grabábamos con Paco Loco y su hermano pequeño hacía de mánager. La apuesta musical de Roberto era demasiado arriesgada para aquel entonces y tampoco nos molestábamos mucho en hacer promoción.
En 1995, Josetxo Ezponda nos propuso ser la banda de su segundo disco en solitario ‘A Glitter Cobweb’. Los Bichos ya habían publicado su gran obra, el doble LP ‘Bitter Pink’ y Josetxo iba ya por libre. Fueron unos días mágicos ensayando con nuestro ídolo. Pero también una tortura. Imaginad a dos personalidades como Roberto y Josetxo en un espacio tan pequeño. Tela. Josetxo no tuvo paciencia para pasar más de tres días enseñándonos las canciones, nervioso porque se echaba encima la fecha de grabación. El álbum se publicó sólo en formato CD y no estuvo a la altura de las grabaciones de Los Bichos. Fue una pena no grabarlo pero aquellas sesiones de ensayo no las olvidaré jamás. Palabra de fan.
No sé cómo pasaron los años, intensos de verdad. Nos plantamos en 1996. El primer sonido de The Glitter Souls fue virando poco a poco hacia el country. Un country retorcido, nada clásico. Y en paralelo, creamos The Brillantina’s, un divertimento paralelo a la banda principal basado en la música instrumental, algo de surf pero más pensado en la onda de Ennio Morricone. Roberto y J’Aime trajeron un montón de canciones de un día para otro. Se grabaron en un básico cuatro pistas de cinta en el local. Sin ninguna intención comercial. Sus títulos eran insuperables: ‘I Am The Anaconda’, ‘Maracas, My Jungle’, ‘L’oumo Morto’, Malice’, y así todas. Fernando Gegúndez lo vió claro y le envío la maqueta a un tipo muy curioso de Mallorca que se gastaba el dinero que ganaba talando árboles en publicar discos bajo el sello Sonic Recordings. Nos dijo que quería editar aquello. Sorprendidos, le contestamos que genial, que nos poníamos a grabar las canciones en condiciones. Nos dijo que nanay. Que sacaba aquello tal cual o no sacaba nada. Le enviamos un diseño y al cabo de poco tiempo, llegaron a mi casa un montón de cajas repletas de vinilos con nuestro nombre y el título del álbum ‘Twilight Dingos’. En aquellos tiempos de CDs, aquello era ciencia ficción. Y nunca llegamos a conocer a este buen hombre.
Comenzamos a actuar como The Brillantina’s y la reacción del público fue todo lo contrario que con The Glitter Souls. Los riffs y los ritmos propios del estilo eran instantáneos, gustaban a la primera. Y era toda una novedad, salvo Los Coronas, que acaban de nacer, y Los Nitros después, nadie hacía música instrumental en España. Disfrutamos la sensación de gustar, pero al mismo tiempo fue una frustración.
La generosidad de Pedro Usanos, el dueño del bar Donegal, fue clave para todos nosotros. En 1998 creó un sello para editar nuestro primer álbum. El estudio de Radio Paraíso no existía y grabamos en un estudio casero llamado ‘El Perro Inglés’, en un pueblo de las afueras de Pamplona en una especie de casa abandonada con Jessee, un inglés que vivía en un autobús aparcado enfrente. Todo muy cutre y chiflado, como casi todo lo que nos pasaba. La batería era una de aquellas electrónicas con forma octogonal, con eso os lo digo todo.Registramos ocho canciones para un 12” titulado ‘Hard On Hearts’, que se publicó un año después. El sonido no es el mejor, pero entre las canciones, hay alguna realmente memorable, como ‘With Soft Perfumes’.
Cuando el disco fue publicado, ya había dejado las dos bandas. Fue la mejor decisión que pude tomar para perder una banda en vez de un amigo. La convivencia con Roberto era complicada. Suele pasar con los artistas. Pero no quería tirar por la borda casi una década de amistad. Además, los baterías somos prescindibles. The Glitter Souls publicaría después con J’Aime y otra sección rítmica el álbum ‘As Cool As Damned’ (1999) y con The Brillantina’s ‘Pulp-A-Mandrilla’ (2002). Su reconocimiento fue mayor y tocaban de vez en cuando en Madrid y Barcelona.
No me equivoqué porque seguimos siendo muy amigos. En 2009 nos juntamos de nuevo para actuar. Diego RJ nos invitó a la formación original de The Brillantina’s al Festival Surforama en Madrid, como una suerte de homenaje, ya que en la época, sólo la gente del Norte nos había podido ver. Quedó para el recuerdo el single ‘Vampyras Entierro’, que grabamos un poco después.
Roberto fue dejando la música poco a poco y vivió a caballo de Barcelona, Brighton y Pamplona. Nunca perdimos el contacto. Venía mucho a mi casa de Madrid a pasar algunas semanas y yo de vez en cuando a Brighton. En una de sus estancias en Pamplona, la ciudad había cambiado musicalmente y había una escena musical mucho mejor y más variada: El Columpio Asesino, Half Foot Outside, la escudería de Chin Chin Records con Los Ginkas en cabeza, Kokoshka, Íñigo Cabezafuego, Electric Riders, Hoey and the Mussels, y muchos más. Después aún vendrían algunos más y mejores. La leyenda de Roberto en la ciudad seguía intacta. Con una vida un poco más serena, en 2009 creó su último proyecto Alpha 60, que compaginaba con una vida más anclada en la realidad mientras se preparaba para ser cocinero, su otra pasión.
En los años siguientes, grabaron la mayor parte de las canciones originales de ‘Shelter In The Dark’. Y en unas nuevas sesiones en 2014 las versiones que cierran el disco. Roberto se había trasladado en los últimos años a vivir a Londres, donde era el chef de un nuevo restaurante. A su manera, por fin estaba feliz, dejando al personaje de lado y mostrando a la persona. Allí fue la última vez que le vi.
Sirvan estas líneas a modo de homenaje a las malas compañías que transforman tu vida profundamente para mejorarla. Roberto ya no está aquí pero su espíritu y su música me acompañan. Espero que a algunos de vosotros también.