Inauguramos una nueva sección en Revista Don. La hemos llamado ‘Firma Invitada Don’ (#FirmaInvitadaDon). Cada jueves traeremos a gente con ganas de contar cosas desde su punto de vista: una historia, una obsesión, el análisis de una noticia, un poema, una tesis doctoral…algo que le resulte relevante y que quiera compartir con el mundo desde nuestra publicación. Nosotros solo hacemos el encargo y ponemos el espacio. El resto corre de cuenta del invitado.
Abrimos fuego con este texto de G. Iraola, farmacéutico, melómano, cocinero, agitador cultural y pinchadiscos ocasional, que nos viene a contar que tal día como hoy hace 37 años moría Ian Curtis, cantante y líder del grupo Joy Division. Si quieren encontrarle vayan a Twitter y escriban @elgatomirararo (siempre contesta, casi siempre a buenas).
No puede parecerme mal que a la chavalada le fascine una camiseta regular fit con estampado fotográfico “Joy Division” Ref. 1459597 sin tener ni idea de qué es exactamente lo que luce en la pechera. Es un camisetón y con eso debería ser suficiente, aunque no lo es. Tampoco miraré por encima del hombro a quien no esté familiarizado con la obra de su legítimo autor, Peter Saville, más que nada porque aquella composición partió de la sugerencia de un flacucho aficionado a la batería que por entonces contaría veinte octubres.
Pantalla partida. En la imagen de la izquierda, un chico ojea –a saber por qué- la Cambridge Encyclopedia of Astronomy. Ajeno a la que le viene encima, se detiene en la página 111, un diagrama que representa cien latidos del primer púlsar jamás descubierto. En la otra mitad de la pantalla, un muchacho de la misma edad -y flequillo parecido- busca el mejor ángulo para que el selfie no desvele que se encuentra en un vestidor de Springfield. Casi cuarenta años separan ambos instantes. Signo de la victoria. Click. Filtro X-Pro II. Compartir. Empiezan a vibrar los likes y por un momento se plantea la compra, pero con esos 19,99€ se puede pillar unas Hawkers polarizadas, así que sale de la tienda sin “la camiseta de las rayitas”.
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Que Stephen Morris diera con el gráfico de pulsos sucesivos del CP1919 es tan solo uno de los cientos de acontecimientos que configuran el crucigrama inacabado de la banda que nunca pudo volar a América. Quién tuviera las llaves de un DeLorean para plantarse delante del chaval y contarle que pronto será el batería de uno de los grupos más aclamados de Inglaterra, programará las bases del doce pulgadas más vendido de la historia o que remezclará a Nine Inch Nails a los 50 tacos.
La mitología empapa cada punto de inflexión de la historia de Joy Division. Ahora estamos en Manchester; es julio de 1976 y los Sex Pistols celebran un epifánico concierto cuya repercusión solo es comparable a las veladas de la Velvet en Max´s Kansas City años atrás, al otro lado del Atlántico. ¿El precio de la entrada? Una libra. Mezclados entre la selecta audiencia están, entre otros, los recién formados Buzzcocks, el futuro líder y cantante de Simply Red o Mr. Morrisey himself. Unos Pistols en plena forma vomitan ocho temas propios (los pocos que tienen) y cinco versiones. Como único bis repiten ‘No Fun’, de The Stooges. En el auditorio semivacío (es lo que tiene organizar conciertos un martes) podemos encontrar a tres cuartas partes de los todavía inexistentes Joy Division. Entre canción y canción, Peter Hook y Bernard Sumner comentan que es hora de comprar instrumentos para montar un grupo. En otra fila de butacas, Deborah Curtis anima a su marido a encontrar una banda con la que componer y cantar.
Gracias a –o por culpa de- un anuncio en una tienda de discos de Manchester, los tres chavales montaban el grupo punk Warsaw junto con un batería al que más tarde dejarán tirado en una parada técnica con la furgoneta. Curtis propone como sustituto a un conocido de la infancia de la Macclesfield King´s School. Golpe de timón. Stephen Morris está dentro. Muerte al punk. Corta vida a Joy Division.
Bajo el manto protector del mesías local Tony Wilson, en poco más de un año llaman la atención de John Peel, quien les invita a grabar en su estudio de la BBC Radio la que se vino a llamar ‘The 1st Peel Session’. Con tablas y renombre suficientes, ya están preparados para lanzarse al barro en el estudio del productor Martin “Zero” Hannett (una versión hooligan del chiflado Phil Spector). El resultado de este encontronazo es ‘Unknown Pleasures‘, la opera prima densa, oscura y de lenta digestión que sentaría las bases del post-punk y la Nueva Ola británica. Ahí es nada.
El álbum arranca con ‘Disorder‘.
Desorden.
En un inconfundible registro barítono, Ian Curtis exorciza demonios respaldado por el bajo, instrumento predominante probablemente por ser Hook el único que sabía tocar medio bien por aquel entonces. La cara B abre con la no menos premonitoria ‘She´s Lost Control’, compuesta a raíz de la traumática experiencia con una joven que sufrió un ataque de epilepsia en las narices del propio Curtis y que falleció poco después. En la historia de Joy Division todo encaja de manera tan teatral que a partir de ese encuentro, el frontman sufrirá episodios de epilepsia similares antes, después o durante los conciertos, embates que se confunden con sus catatónicos pasos de baile.
Cada vez más reconocidos y venerados, los chicos hacen bolos por salas de todo el país. Va todo muy rápido. A los cuatro meses de ser padre por primera y única vez, en una escapada de fin de semana Ian Curtis conoce a Annik Honoré, la groupie belga que se coló en los camerinos del Nashville Rooms de Londres jugando a ser la periodista de un fanzine de poca monta. El mocoso que se había casado con una compañera de clase a los 19 y sido padre a los 22 queda hipnotizado por la joven. Su comportamiento nunca vuelve a ser el mismo. A partir de este punto hay veinte versiones para la misma historia, con distinto principio pero, a diferencia de la canción de Lagartija Nick, idéntico final.
En la biografía ‘Touching from a distance‘, la viuda del cantante responsabiliza directamente a Annik de la debacle de un Ian Curtis que acaba de ser padre y vive con Joy Division el momento más importante de la formación. Algo así como la Yoko Ono del post-punk. Por alusiones, la propia Annik revela en una entrevista a la revista belga Le Vif que el amor que vivieron a escondidas fue casto y platónico, más que nada porque Curtis estaba hasta arriba de fenobarbital y alcohol, lo que inhibía cualquier tipo de pulsión sexual. El punto intermedio entre ambas versiones podría ser el que refleja el largometraje ‘Control‘, una adaptación libre de Anton Corbijn a partir del libro de Debbie, de la que por cierto renegaron ambas viudas. Corbijn siempre estuvo cerca de Joy Division. Suyas son las fotos de los ensayos en una destartalada nave industrial, la impresionante group-shot sobre un puente Epping Walk cubierto de nieve o las imágenes de Ian cazado entre bailes espasmódicos sobre diferentes escenarios del país. Todas en blanco y negro. Todas eternas.
Recapitulemos entonces. Tenemos a cuatro veinteañeros que son punta de lanza de una nueva ola musical que nace en Manchester y se extiende por todo el país. Tenemos a un líder magnético al que todo el mundo baila el agua y tenemos un álbum de culto y un segundo disco que el sello más revolucionario del Reino Unido presentará después del verano, cuando Joy Division vuelva de petarlo en su primera gira por Estados Unidos y Canadá.
Es sábado 17 de mayo, y Curtis se las apaña para desmarcarse de los preparativos de la gira que da comienzo el próximo miércoles en el Hurrah Rock Disco de Nueva York. La idea es comprar algo de ropa nueva y relajarse tomando unas pintas. Sin levantar sospechas, Ian cancela la cita con el resto de integrantes y pasa la tarde apretándose una botella de whisky en el salón del que fue desterrado semanas atrás con motivo de su doble vida sentimental.
He estado dando vueltas por toda la casa.
He encontrado algunas fotos que hace tiempo no miraba.
Toda la tarde viendo películas.
Llega Debbie del curro y se lo encuentra borracho viendo ‘Stroszek’, una peli de Werner Herzog que narra la historia de un músico alcohólico que decide probar suerte emigrando a los Estados Unidos pero acaba suicidándose. Coño Ian, te podías haber puesto ‘Saturday Night Fever’ que era también de la época. O ‘Tiburón’.
Cómo sospechar que esa película es el primer paso de un ritual que aportará una solución permanente a los problemas temporales de su todavía marido. Es de suponer que el matrimonio habla de sus cosas, de la gira por Norteamérica y de la pequeña Natalie, que han dejado al cuidado de su abuela materna. Debbie se despide, sale hacia casa de sus padres y es la última vez que alguien ve con vida al cantante de Joy Division.
Si hubiera encontrado las palabras, ahora no estaría solo en casa.
Tan solo las palabras exactas.
Hoy es dieciocho. Ella se ha ido.
Se sabe que Curtis consigue apurar la botella de whisky de madrugada. Se sabe también que el último disco que escucha es ‘The Idiot’, de su idolatrado Iggy Pop. Volver a poner un disco en su funda cuando te acabas de ahorcar no debe ser tarea fácil.
Hay un cuerpo girando en la cocina, al final de una cuerda atada a una viga.
Es domingo, 18 de mayo de 1980, y Deborah Curtis descubre a media mañana que su marido nunca llegó a hacer la maleta. Mañana será el lunes más azul de todos.