Nuestra firma invitada de hoy es Eloy Baztarrica, uno de los personajes más inquietos que uno puede encontrarse en Twitter. Como somos incapaces de abarcar todas las cosas que Eloy hace lo hemos pedido que sea él el que se defina: “Soy escritor y marino. Llevo más de una década abriéndome paso en el mundo audiovisual y editorial, sin prisa, porque, mientras, me gano el pan haciendo abordajes a barcos grandes. Me puedes encontrar en Twitter filosofando sobre lo absurdo en mi cuenta @sketchproduce. Dirijo y guionizo historias de misterio en Radioficción: Misterio (@radioficcion). Soy un creativo en búsqueda constante de un viejo mecenas que esté dispuesto a ofrecer su sangre y su mojo”. Bienvenido, Eloy.
[ Ilustración: Guacimara Vargas]
A lo mejor estabais esperando un listado con chistes antiguos o algo parecido. Venga, pues para que no me acuséis de clickbait desleal, voy a dejaros aquí uno y seguimos con los asuntos serios: «Estudiar Derecho es bueno para la espalda», malo, ¿verdad? Pues depende de quién lo cuente y de las copas que lleves encima. Este es un chiste de 15 copas y un poco de escopolamina.
Resuelto el malentendido, os diré que en este país, en un determinado momento, nos cambió el humor. No de malo a bueno o viceversa, sino el tipo de humor que consumimos y practicamos.
Todo empezó con las risas enlatadas, aunque algunas eran en riguroso directo en el momento en el que se escenificaba el guión de la serie. No nos engañemos: molestaban. Eran motivadoras de frases tales como: «Estos americanos están gilipollas, se ríen por todo». Y se produjo el cambio. Al final nos acostumbramos, no concebíamos una sitcom sin su buena jauría riendo y aplaudiendo a cada frase de Rose, con su inocente bonomía, en ‘Las Chicas de Oro'; o a alguna irreverencia adolescente de Theo, de ‘La hora de Bill Cosby’ —menudo trauma al descubrir que no se escribía «Cío»—; la cosa ya venía de lejos y de muchos frentes, pero fue a finales de los 80 cuando empezó a calar hondo. Luego vinieron las producciones de los 90 con un 20% más de estridencia. Esa señora gorda, porque es gorda, todos lo sabemos, que reía un par de octavas por encima del resto del público y que se convirtió en una especie de grito Wilhelm de las comedias situacionales, fue saturando el sonido de fondo de todas y cada una de las nuevas creaciones. Nada que ver con las comedias inglesas donde las risas eran una masa homogénea de bullicio, riendo así, como empujándose la barriga con la mano acompasadamente; sobre todo cuando Mildred le decía a George que hoy tampoco —basado en escenas de la serie o en recuerdos impostados por chascarrillos recurrentes—.
‘El Príncipe de Bel-Air’, ‘Cosas de Casa’, ‘Padres Forzosos’, … todas ellas culminaron el ejercicio de inmersión de nuestra cultura en el humor de importación. Es muy fácil cuando te dicen el momento en el que te tienes que reír.
Tampoco es que vinieran a sacarnos de una espiral de cassettes de gasolinera. Aquí tuvimos y tenemos a grandes cómicos comparables a sus majestades reales británicas Monty Phyton: como fueron los inolvidables Tip y Coll y sus maravillosos sketches absurdos; Faemino y Cansado que no le van a la zaga; Tony Leblanc y su gran performance comiéndose una manzana en pleno prime time; Pedro Reyes; Martes y Trece; Miguel Noguera; Los Chanantes; o nuestro particular Marcel Marceu, que decidió dejar la escalera y el cubo por la interpretación televisiva, con más o menos suerte—sí, he dicho Marcel Marceu—: Pepe Viyuela.
Por otro lado, poco a poco, íbamos descubriendo qué eran las noches de improvisación. Nos llegaban atisbos de aquello tan americano: un tío con un micrófono contando su vida, con sus gracietas, perdidas en la traducción, del fondo de la escena de la película de detectives crápulas. Y de repente… no, así no, espera: ¡De repente —así, así— sale un judío con una pared de ladrillos contando nada y todo! Ni que decir tiene que también descubrimos que los judíos, al parecer, tienen una pinta en concreto. Que además forman parte de un estereotipado grupo de genios guionistas y productores que convierten en oro todo lo que tocan. Al parecer. Pues ese hombre, el tal Jerry Seinfield, nos introdujo en la stand up comedy. Por supuesto no fue el pionero, ni mucho menos, pero fue una forma muy amable y suave de comprender aquello a lo que ahora, tan tranquilamente, llamamos monólogos. Después sufrimos los inicios de ‘El Club de la Comedia’ y a alguno de los actores, que no cómicos, con guiones ultramemorizados.
En esta lucha del humor medianamente inteligente contra las tontunas bíblicas, mezclado con la fuerte influencia del micrófono y el ladrillo, se empezó a moldear el panorama humorístico actual de España. Se acabaron los chistes de mariquitas, gangosos y puticlubs. Se acabaron los repertorios de Pepe da Rosa y Arévalo. Sólo los puros de corazón podían ir a la tele a cobrar por algo que ya no se hacía en los platós: Paco Gandía y su eterna historia del niño y los garbanzos; y Chiquito y su… bueno, y su kárate diodenal. Pocos más.
Lo que perdimos con la evolución quizás no es importante. Y para colmo aparecieron los memes y las redes sociales; y la capacidad de enviar y mostrar a cualquiera un montaje gracioso con el móvil. Sin ningún mérito, sin la inversión de esfuerzo memorístico e interpretativo que tenía el show man de barbacoa, que captaba la atención de todos los asistentes y amenizaba cualquier velada.
Hace tiempo que no voy a un velatorio, pero dicen que ya no se cuentan chistes allí. La gente se enseña la pantalla del móvil y se manda archivos de audio. Pobre muerto.
Es edificante para algunos ser compiladores de imágenes con comentarios pseudo ocurrentes, les llena, se sienten realizados al compartir contigo según qué engendros. Porque eran los sosos del cole, pero ahora tienen el superpoder de sacarte una sonrisa, normalmente por compromiso. No paran: «¿Y has visto este? Este es bueno, ¿eh? Qué bueno, espera que te lo mando». Y te lo explican, te explican una imagen que lleva un texto explicativo.
¿Y los chistes? Los antiguos yacen en libros recopilatorios y webs muy chungas con diseños epilépticos. Los nuevos salen de Twitter y Facebook, de creadores que quedarán en el anonimato con el paso del tiempo y sus aforismos formarán parte del imaginario popular. ¿Pero quién los contará? Nadie. Pulularan por redes en trozos de cartulina digital para disfrute de viudas y huérfanos.
Y lo más importante, servirán para que colaboradores mediocres y presentadoras sin talento de programas de zapping tengan su minutito de gloria al día.
Sólo me queda una cosa por decir: ¡Eugenio vive!