Al arte se le ha supuesto siempre la capacidad de hacerle preguntas al ser humano, de mover su espíritu, de darle paz o de perturbarlo. Una lógica natural lleva al visitante de ARCO (24-28 de febrero, pabellones 7 y 9 de la Feria de Madrid) a mantener cierta postura meditativa a las puertas del recinto ferial, en las salidas del metro, en los corredores que llevan hasta los pabellones o en las taquillas para comprar las entradas, todos se permiten hacer juicios, tener expectativas sobre si sentirán o no algo, incluso, algunos muestran una seguridad relacionada con reconocer en sus propias carnes la capacidad de ser objetivos, de saber qué es y qué no es arte.
Después de 45 minutos esperando para dejar una mochila, bolsa o equipo electrónico en el guardarropa, la gran mayoría ha perdido casi toda la supuesta sensibilidad que les ha llevado hasta allí. En la cola se hacen llamadas triviales, se comen galletas con chocolate o se fuma con nerviosismo. Este es sólo el primer paso para hacerse cargo de la realidad cambiante que les espera dentro.
ARCO cumple 35 años y según dicen, este año, muestra una cara más tradicional del arte, algunas de las galerías más importantes del mundo han sido invitadas y parece que se quiere jugar más a vender que a transgredir. Postura que tiene bastante lógica cuando se trata de montar un mercadillo del lujo. Nada más cruzar la puerta, el visitante medio sentirá que no pertenece en absoluto a ese mundo, que es un ignorante en la materia. Y todas estas dudas se harán realidad en las carnes de esos seres de insólita sofisticación, representantes de lo que allí vas a ver: los galeristas. Ettore, Silvie, Maximilian… Ellos con trajes a medida y cortes de pelo a lo Reich y ellas con faldas de tubo y misteriosas narices se van a encargar de poner las cosas difíciles cada vez que te acerques a una de las obras que se muestran en sus stands, no te van a dirigir la mirada y sentirás cierto miedo si deseas preguntar el nombre del autor de tal obra.
No hay ruido. En ARCO hay el mismo silencio contenido que el que se escucha en una sala de espera de la sanidad privada. Los focos muy brillantes que penden de alambres rígidos desorientan y muchas veces los catálogos encuadernados con demasiado gusto pueden llamar más la atención al visitante que las mismas obras. Por eso, si de verdad buscan detenimiento, recomendaría un paseo intranquilo y veloz por todo el recinto, hacerse cargo de lo que le rodea a uno antes de pararse siquiera sobre una sola obra, esto si se pretende ver los árboles dentro del bosque.
En un primer vistazo aristócratas hermosos, postmodernidad en zapatillas blancas con plataforma y aros en la nariz, banqueros que tantean a los galeristas con una gran sonrisa, viendo detrás de las obras gráficas de revalorización, algo de botox, con suerte un Bichón maltés dentro de un bolso, grupos de franceses muy contentos, mujeres florero y artistas estrechando manos acaudaladas. Es deslumbrante el business y ojeando detrás de los biombos dorados del restaurante ‘ARCO Lunch’ en cuya entrada dos chicas guapas y extrañamente abrigadas exclaman un welcome de aerolínea suiza, uno descubre es puede ver quién es esa “élite compradora”. Pero esto es sólo el bosque.
Es indudable que semejante comercio desfigurador es necesario si uno cree en el arte o los artistas. Que una obra sea expuesta aquí suele significar dedicación y esfuerzo por parte de una persona durante años, dedicación, esfuerzo y algo más que se debe advertir y respetar. Obras como ‘Nan and Brian in bed’, de Kota Ezawa expuesta en la galería de Cristopher Grimes, ‘Las’, de Muntean/Rosenblum en la galería Horrach Moyà , la fotografía de Enric Fort Ballester ‘Who wants to marry a Spanish guy?‘ o ‘Interior’ de Cristobal Toral expuesto en la galería Levy me hacen creer que detrás de lo más obvio que implica la mercadería hay mucho más.
En la novela ‘Me voy’, de Jean Echenoz, se nos presenta a Félix Ferrer, un galerista de arte contemporáneo que hace equilibrios por sacar adelante su negocio. Un buen día recibe unas cuantas pistas que le llevan a encontrar un cofre repleto de arte “paleoballenero” en el polo. Ferrer no sólo es capaz de ir al lugar más recóndito para marcar la pauta, para poseer lo más revolucionario. También es un personaje liquido e inconstante, quizás, como el mundo que representa. Nunca sabremos con seguridad que delimita en cada cual lo que se entiende como arte. En esto consiste el juego de la belleza y en esto también, el del negocio. La fotografía de Xavier Ribas ‘Thus the Dream of My Youth and the Love of My Life Passed Away and Left Me Desolate’ donde unas ruinas clásicas aún resisten el avance de una naturaleza que parece querer engullirlas nos lleva a percibir el entorno como una cualidad de la misma obra. ARCO también podría ser esto.
En la Deweer Gallery un par de jubilados sonreían y bromeaban al ver el precio de cada acuarela de la serie ‘Reinterpretada’, de Enrique Marty. Al principio han hecho cálculos sobre cuántos plazos serían a razón de 50 euros al mes, después se han empezado a callar, muy poco a poco y ha dejarse llevar por lo que ahí estaban contemplando. Han estado unos cuantos minutos examinando las láminas, una a una, después se han marchado, en silencio, sin apartar la mirada, humildes, como si cualquier gesto pudiese ser interpretado como una insolencia por un algo oculto. Por un momento ha parecido que se paraba el flujo, el flujo de todo.
[ En la imagen de cabecera, instalación ‘Movimiento armónico’, de Leonor Serrano Rivas, representada por la galería Marta Cervera, ganadora del Premio Solán de Cabras de Arte Joven en ARCOmadrid 2016 ]