Hoy he ido a casa de María y mientras esperaba, he visto encima de la mesa un libro de García Montero. Estaban ya marcados algunos poemas. Me ha sorprendido, no sabía que leyera poesía. Automáticamente me he acordado de aquella vez en la que Victoria y yo nos pasamos la noche leyendo poemas con unas cervezas. Una leía, la otra escuchaba y así nos fundimos unos cuantos libros. A veces lo hemos hablado, se podría escribir un libro con todo aquello que nos gustaría haber escrito a nosotras. Y, de hecho, causalidades de la vida, siempre decimos que una de esas cosas que nos gustaría haber parido es ese “Aunque tú no lo sepas”. Quizás es porque creo que somos más todo lo que no decimos que lo que sí expresamos. Cuántos “te quiero” que se quedan estancados en la lengua, cuánto miedo da decir lo que se siente, mostrar que tu talón de aquiles es un sentimiento. Una persona, mejor dicho.
Nuestra vida se puede contar con canciones. Y lo pienso cuando me acuerdo de aquella otra noche de julio bajando San Bernardo con Pue cantando aquella que ya gritábamos cuando teníamos 16 años. O de las miles de veces que he cantado con las chicas nuestro ‘Caminante‘, las otras tantas que me dijeron que era carne de canción y no fue hasta hace bien poco cuando me hicieron realmente una. Cómo nos ha erosionado el pasar del calendario, cuánto ha cambiado todo en tan poco tiempo… pero nos seguimos encontrando en las mismas canciones.
Tarareo este verano que nos ha enseñado tanto. Veo a la gente que quiero enamorándose, volviéndose pluma (porque el amor tiene esa magia que te hace volar quitándote los pesos de los hombros). Cuánto amor ha habido escondido entre las esquinas. Los veo sonriendo, salivando, contándome las ilusiones que han nacido entre las garras de un verano que acabará en el tiempo pero sé, estoy segura, de que será eterno en nuestras memorias. Y recuerdo, otra vez más, aquella vez en la que mi amiga me contó con ilusión que la había encontrado, que era ella. Y que yo, no sé por qué, me emocioné por verla hablar de ese modo. Ella, que tan enamorada había estado siempre del amor, por fin lo había encontrado en una rubia que era más risa que llanto.
Siempre he pensado que la vida se compone de dos ingredientes principales: el amor y el miedo. Son dos titanes que lo mueven todo, que todo lo cambian. Sin embargo, si los enfrentásemos a ambos estoy segura de cuál ganaría. Y lo sé porque he visto moldear lo imposible a todos aquellos a los que les retumbaba en el pecho un nombre. Algo ha cambiado, y lo pienso mientras miro el libro de García Montero encima de la mesa de María. Y pienso en todo lo que hemos sentido aunque no lo sepamos, en todo lo que hemos aprendido sin darnos apenas cuenta. Ojalá este hambre de vida no se me caduque en el paladar este invierno, porque me gusta quién soy cuando soy con ellos, me gusta aprender con ellos que a pesar de todas las veces en las que lo dudamos, lo verdaderamente cierto en esta vida es que el amor gana siempre al miedo.
Hay un poema en ese libro que dice que “del verano se sale igual que de un recuerdo” pero que del mismo modo “al recuerdo se vuelve igual que a los veranos, con ganas de tocar el mar, como un tiempo más nuestro, la leyenda arruinada del nosotros más puro, una memoria de la felicidad que duele, nos desarma y rueda en las colinas de la tarde y nos busca después de cada septiembre”. Y es cierto.
Es cierto que esta ciudad, y este verano, no nos cambió la vida; pero estoy segura de que sí nos cambió la forma de mirarla.
[ FOTOGRAFÍA: GUILLAUME MARTÍNEZ ]