El 23 de julio de 1998 asistí al estreno de la película ‘Bomba de relojería’. Fui invitado por su director, Ramón Grau. Me acompañó Victor García León en calidad de sorprendido acompañante.
A Ramón lo conocí en febrero de ese mismo año en el rodaje del cortometraje ‘Génesis’ de Nacho Cerdá. Renuncié a dos meses de facultad para irme a vivir a Barcelona, concretamente a mi querido L´Hospitalet de Llobregat, y embarcarme como parte del pequeño grupo de producción de la película de Nacho. Aunque ya tenía algo de experiencia en el sector, muy poquita, aquella fue la primera vez que trabajaba con un equipo completamente profesional y disfruté del aprendizaje más rápido que tuve sobre cómo se rueda una película y toda la serie de catastróficas desdichas que pueden ocurrir en un rodaje. Allí pasó de todo. Rodábamos en Palo Alto, un antiguo complejo industrial acondicionado como plató donde estaba el estudio del diseñador Javier Mariscal y algún despacho más de diseñadores. Al lado mismo está, todavía, el club de los Hells Angels de Barcelona al que volví algunos años después como reportero de FHM. La vida, a veces, da esas vueltas tan locas.
Antes de conocer a Ramón alguna gente de aquel equipo me había hablado de él: un gran tipo que había metido todos sus ahorros (algo más de 24000 euros de 1997) en su ópera prima. Sí, Ramón había escrito, producido, montado y dirigido su primera película. Su labor incansable le había conseguido sorprendentes réditos: contar con Juncal Rivero, Lorenzo Quinn y Silvia Tortosa como estrellas de la película y haberle dado su primer papel en una película a Eva Santolaria. En el equipo de cámara contó con Xavi Giménez y los hermanos Carreras, Francesc y Albert, que actualmente son profesionales con reputación internacional. Fueron los Carreras los que me dijeron la frase clave: “Ramón ha inventado un género: el UNDERGRAU”.
Es verdad que Ramón me pareció un gran tipo. Un gran tipo que, por culpa de todo el stress que le había producido la película, había perdido gran parte del pelo que le salía de la nuca. Nervios destructivos. Tenía la película metida en casa y no encontraba ninguna distribución. Me pareció también aquejado por una curiosa enfermedad que he visto reflejada en los ojos de otra gente: la cinefilia. Ramón era consciente de la calidad de su película pero, pese a ello, la había producido y la había rodado pese a no contar apenas con medios. Es una luz extraña esa que está hecha a medias entre la determinación y, contrariamente a cualquier sentido común, la de la ceguera que, a veces, alumbra algunas creaciones artísticas.
Cuando volví a Madrid, con la promesa de volver a centrarme en los estudios, me olvidé un poco de todo el tema del cine. Fue una gran experiencia, en todos los sentidos, pero quería quitarme aquello de la facultad cuanto antes. Un buen día recibí una llamada de Ramón que me pedía la dirección para enviarme unas entradas para el estreno de ‘Bomba de relojería’.
—“No te lo vas a creer pero la estrenamos en el Cine de la Prensa y he conseguido que lo pague todo la gente de Cinecito”.
Hostias. Cinecito. Por si no lo saben, Cinecito fue una de las intentonas de la industria del cine por ganar espectadores. Era una mascota que representaba a una plataforma que, con el tiempo, compró los Estudios de la Nueva Tablada (los que fueron propiedad de Samuel Bronston) y se dedicaban a ceder una limusina —que decían que había pertenecido a grandes estrellas de Hollywood— y un descapotable para dar glamour a los estrenos. Una cosa un poco surrealista pero que estuvo funcionando bastantes años hasta su desaparición.
El caso es que, aquella noche veraniega, asistimos al estreno más surrealista (luego he asistido a algunos más accidentados) que jamás había visto. Por un lado entre los invitados estaba Juan Pinzás. El director gallego que tiene el honor de haber sido el único español que ha rodado bajo licencia Dogma 95 y que cuenta con películas tan entrañablemente sórdidas como ‘La gran comedia’ (1988), ‘El juego de los mensajes invisibles’ (1992) o ‘La leyenda de la doncella’ (1994) antes de embarcarse en ‘Érase otra vez’ (2000) y ‘Días de boda’(2002), ambas con licencia Dogma 95 como ya hemos dicho. Pinzás también está aquejado de esa chaladura llamada ‘cinefilia’, de ese empuje que te hace rodar películas sin tener en cuenta si van a gustar o pensando que van a gustar mucho bajo criterios completamente personales.
El toque farandulero lo dieron los hermanos Pajares, que asistieron a la premiere por separado en plena bronca de la familia Pajares. La primera bronca de todas aquellas y se produjo el típico revuelo de cámaras de TV, fotógrafos y redactores intentando sacarle unas declaraciones medio decentes a los hermanos que, imagino, ya tenían todo el pescado vendido.
El ambiente era electrizante.
‘Bomba de relojería’ va de lo siguiente: una noche Gerardo (Joan Massotkleiner) acude malherido a su casa llevado a rastras por su compañero Lucas Squarcina (Lorenzo Quinn). Ambos son policías y se han metido en un asunto sucio (un robo en una zona industrial…repito…un robo en una zona industrial) y Gerardo se ha llevado un tiro de unos mafiosos. Está, por tanto, más para alla que para acá. Su mujer, Dolores (Silvia Tortosa), quiere llevarlo al hospital pero Lucas, que es mala gente, se niega y quiere que se cure o que palme. Por el medio están los hijos del matrimonio: la adolescente Marta (Eva Santolaria) y su hermano, el pequeño Dani (Biel Durán), que tiene un acentuado retraso mental. La cosa se pone chunga porque hay que explicar por qué un tío con un acento raro, Lorenzo Quinn, es policía en España y porque Gerardo está palmando. Finalmente aparece por allí la atractiva doctora Fuentes (Juncal Rivero) que ejerce de doctora porque lleva un maletín de médico y un estetoscopio. Una cosa loca. Todo avanza gracias al surrealismo de intentar rodar una película asfixiante, un dramón de cagarse encima, en un piso chiquitillo y bastante convencional. No contaremos más pero solo la chalada maldad del policía con acento raro hace avanzar la película hacia un divertido desenfreno de situaciones chungas que se resuelven siempre con un intento por parte del policía malo de justificar su propia maldad. Se lía a golpes. Le entran los remordimientos. Viola a la hija adolescente. Le reconcomen los remordimientos. Etc.
En un momento determinado de la proyección unas chicas sentadas detrás de Lorenzo Quinn y de su esposa estallaron en carcajadas. La señora Quinn se giró para abofetear a una de las muchachas mostrando una pericia digna de un duelista del siglo XIX.
Pese a todo nadie abandonó la sala. Todo el mundo sintió la necesidad de ver como acababa todo aquello en un ambiente cada vez más festivo y de sorna. No sé si de sorna sana. Quiero pensar que sí. Un cachondeo en el que se entra en comunión cuando lo que ves en pantalla es compartido por todo el público, entendido al momento: no hay nada que sacar pero el espectáculo es completamente hipnótico.
No les contaré nada más de ‘Bomba de relojería’. Deberían verla. Disfrutarla de cabo a rabo. Es una de esas películas que, como dice el cómico Agustín Jiménez, “le dan la vuelta al calcetín”. Es decir: son tan malas que acaban siendo buenas.
Siempre que alguien me comenta que ‘The Room’ (Tommy Wiseau, 2003) o ‘Planet 9 from outer space’ (Ed Wood, 1959) son las peores mejores películas de la historia me refiero a dos obras que me parecen superiores en ese sentido: ‘Bomba de relojería’ y ‘Al oeste del río grande’ (José María Zabalza, 1983). Este director vasco, apenas conocido, merecería estar en los altares de los mejores peores directores porque acumula una de las filmografías más extensas en su surrealismo y su chapuza de la historia del cine mundial. Que sus películas no se pasen con regularidad en sesiones de culto es uno de los peores hándicaps culturales que tiene el espectador medio de nuestro país.
Por cierto, cuando terminó el pase nos acercamos a saludar a Ramón que se deshizo en lo que parecían disculpas. Le dijimos que no se preocupara, que nos lo habíamos pasado bomba con la película y que recomendaríamos que la gente fuera a verla. Quizás no funcionaba como thriller pero como comedia daba mil vueltas a la mayoría de las películas de la cartelera. En la cara de Ramón vi cierto alivio. O eso creí. Daba igual el resultado formal si la gente disfrutaba de la misma aunque fuera por unas razones antagónicas a su propuesta.
‘The disaster artist’ va, justamente, de todo esto. Es una película sobre una película, ‘The room’, y su creador, Tommy Wiseau, que se han convertido en referencias de culto por, justamente, ofrecer una cosa y resultar otra. La historia del cine está llena de películas pensadas para despertar unos sentimientos y acabar por despertar otros.
El resultado, fuera del dolor que supone rodar una película en malas condiciones, acaba por imponerse si el público participa de la historia. Es una especie de comunión, como a la que acuden los fans de ‘Rocky Horror Picture Show’ desde hace años de forma consciente, sabiendo que es una película que homenajea a las malas películas que resultan ser buenas.
Viendo la película dirigida por James Franco, no haré spoilers, sentí que era un homenaje a hacer las cosas y, más allá de eso, un sentido homenaje al cine y al resultado que provoca en los espectadores y en la gente que lo lleva a cabo. En el segundo caso: provoca traumas de los que después pasas años riéndote.
Lo mejor que se puede decir de ‘Bomba de relojería’ es que, con ella, Ramón Grau no quiso alimentar su propio ego, lo que la convierte de pronto en una obra moralmente superior a ‘The Room’. Ramón solo quiso hacernos pasar un buen rato. Y lo consigue. Posiblemente, como ya he dicho, no de la forma en la que él pensaba que íbamos a disfrutar pero, maldita sea, a quién le importa el camino cuando lo importante es que el viaje y el destino sean divertidos y agradables. Por otro lado es complicado competir en igualdad de condiciones en géneros como el thriller policiaco con presupuestos de 24.000 euros en una época en que rodar en digital era una especie de quimera y donde todos los gastos se disparaban por culpa del formato de 35 mm (tan bueno, tan añorado pero tan carísimo).
En fin, no sé si habrá muchas posibilidades de encontrar una copia de ‘Bomba de relojería’ pero les invito a iniciar la búsqueda, estuvo en DVD, y a disfrutar de ella si la encuentran. Recuerden, quítense los complejos antes de verla, preparen palomitas, refrescos y disfruten de ella rodeados de amigos, conviertan la proyección en una fiesta porque, narices, el cine comenzó como un entretenimiento efímero dirigido a acabar en las barracas de las ferias. No está mal que, de cuando en cuando, una película nos devuelva a ese estado primigenio.