Me gusta el tanatorio de la M30, el que está al lado de la mezquita. Es feo, sobrio y huele a muerte. Cuando entras, se te encoge un poco el corazón porque sabes a lo que vas. La atmósfera está muy lograda. Le pongo un 9. Y la cafetería es estupenda. Copas a 5 euros. El mejor after.
La semana pasada fui al tanatorio de la M40. No había estado nunca. No parece un tanatorio, parece un hotel de cuatro estrellas del Levante español construido por Florentino Pérez. Es tan obsceno que no puedes ni llorar. Hay una terraza con un bar y un jardín en la azotea. Sólo le falta una piscina y una pokeparada.
Abrazos, condolencias, lágrimas, reencuentros. Alguien se rió y yo me fui de excursión de la mano de Proust a la tarde del 26 de diciembre del 2000.
Recuerdo que mi padre se cambió de corbata diez veces antes de salir de casa. Se probaba una, se miraba en el espejo, se deshacía lentamente el nudo y cogía otra. Como si su madre no estuviese nadando en un charco de sangre en medio de la calle Alcalá.
Me despertaron de la siesta los taconazos de mi madre por el pasillo. “Tu abuela nos ha jodido la Navidad. Se ha matado”.
Era una mujer tremenda, excesiva, maleducada, loca, faltona, insoportable y me insultaba. Una Bette Davis sin guión. Murió a los 79 años. Se cayó por el balcón cuando tendía la ropa. Vivía enfrente de la Plaza de Toros de Las Ventas. Y tenía una piraña disecada en el salón.